El drago que se enamoró del baobab.

Hace tiempo viajé a Kenia. Era un viaje de explorar nuevos sitios, conocer culturas remotas y ayudar, dar de mi todo lo que yo pueda. En la ong con la que yo participé nos dijeron que podíamos llevarles un regalo, pero que no fuera nada de ostentoso valor, cual fue la sorpresa de mi "tutor" cuando me vio aparecer en el aeropuerto con un bebé drago. Ese árbol majestuoso que tanto nos identifica. Lo llevé conmigo encima de mis muslos, en aquella época podíamos llevar cualquier cosa, hoy me lo hubieran quitado en la zona de seguridad.
Ahora mismo no me acuerdo de cuantas escalas hicimos, pero entre avión y avión tuvimos que escondernos y en cuanto nos dijeran correr. Al llegar a Nairobi todo cambió, llegamos muertos de miedo pero nos recibieron con bailes, comida típica, sonrisas y muchos abrazos.
Éramos un grupo de 2 chicos médicos y 3 chicas, una enfermera, la otra creo que era dentista y yo, novelera vocacional, periodista. No teníamos tiempo de nada, aunque llegó el momento que lo agradecimos muchísimo. En la aldea que estuvimos había mucho trabajo. Niños malnutridos, mujeres embarazadas, muchas infecciones cutáneas y sobretodo malnutrición en general.
Normalmente estábamos solo los cinco gestionando a esas personas que buscaban ayuda. En días normales la dentista y uno  de los doctores tenían una especie de caseta donde atendían uno a uno a aquellos que creíamos que tenían mayor prioridad. Los demás hacíamos caso a la multitud pesándolos, midiendo la tensión, vacunando, repartiendo comida y así cada día. A veces ayudábamos a construir cabañas, a hacer inventos para traer el agua, ayudábamos con el ganado local y así durante 4 magníficos años.
Al principio la ong pensó que nosotros íbamos a estar bien allí y a los tres meses nos dejó solos con una radio, con la que nos podíamos poner en contacto con algún compañero en la capital, se pasaban por allí cada mes, luego cada tres meses, al cabo de un año nos empezamos a sentir abandonados. Seguían llegando los alimentos, los materiales médicos, ropas, material higiénico pero en menor medida. Gracias a que la mayoría empezó a mejorar, la población creció, vinieron profesores de otras ONGs, algunos niños ganaron becas y salieron de la aldea a estudiar. Muchos de los voluntarios al verse abandonados decidieron pedir ayuda a otras fundaciones y volver, otros nos quedamos y nos enamoramos allí.
Había un hombre alto, flaco, fuerte, regio, serio, con esos ojos almendrados, boca prominente y desconfianza en su mirada. Le llamaba Ángel. Cuando llegué a la aldea él me recibió, creía que íbamos a ser todo hombres y se frustró. Tardó mucho tiempo en darse cuenta de que una mujer puede hacer el mismo trabajo que un hombre con el mismo rigor y profesionalidad.
Al año de estar allí se sentó a mi lado a ver el atardecer y me dijo que mi árbol había sido plantado muy lejos de allí, que iba a crecer débil y feo, que no querría verlo de esa manera, pero que supiera que viviría. Yo no me imaginé que ese hombre tan serio, tan estirado con esa cara tan bonita y a la vez dura pudiera estar mostrando amistad hacia una mujer pero ese fue un gran primer paso.
Los meses siguientes pude desempolvar mi cámara y empezar a hacer fotos a las chicas y niños de la aldea, a los hombres ni se me ocurriría, eran una especie de seres mimados.
Una noche me invitaron a cenar en un ritual que ellos hacen cada año. Iban todos con pinturas blancas y rojas, pasaban hojas de árboles con comida. Yo me fijaba en lo que hacían los demás, cogían la hoja, comían y la pasaban a la persona de su izquierda. Ángel era el hijo del jefe de la tribu que vivía en la aldea y no paraba de mirarme, no recuerdo de haberle aguantado la mirada, pero se que hubo un momento que me sentí tan intimidada que lo desafié y lo miré fijamente a él, entonce fue ahí cuando lo vi sonreír por primera vez. Desde esa noche no nos separamos, él quería enseñarme su cultura y también quería aprender de la nuestra.
Al año de aquel ritual me llevó donde estaba plantado el drago que llevé tres años atrás y allí estaba creciendo pero hacia un lado. Él se reía del árbol, me decía que si todos los árboles nacían cambados en Canarias, yo le decía que no, que no entiende al árbol, que el drago se había enamorado del baobab enorme que está a kilómetros de distancia, al escucharme volvió a su seriedad habitual y me miró de medio lado, me coge la mano y me dice que por ese motivo estaba yo allí. Según él yo soy el drago y él es el majestuoso baobab.
La verdad que fue el mejor amante masculino que he tenido aunque fuera serio, desconfiado, estricto sabe dar amor, comprensión y confort a quien él cree que se lo haya ganado. Sabe respetar, le cuesta amar y confiar, pero cuando consigues entrar en él no hay manera de salir.

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