Es impresionante lo bien que me puedo sentir en una
casa-cueva. No hace frio, ni calor, aunque tenga nevera, siempre habrá una
parte, una zona de la cueva, donde pueda enfriar perfectamente toda clase de
bebidas, sin necesidad de electricidad. Al entrar a la cueva, al fondo, estaba
el baño. Cuarto pequeño, reformado, no parecía que fuera rústico o que la pared
esté tallada en la piedra. Al salir del baño y mirar a la izquierda estaba el gran
dormitorio. La cama era grande, amplia, alta y bastante cómoda, no tuve
problemas para dormir ahí; el único armario era una pieza de museo pero era bonito
y además tenía bastante hueco para mis cosas. Tenía dos mesas de noche y un
marco de ventana, haciendo una broma con la montaña. En cambio el salón era
pequeño, había un sofá cubierto con una manta hecha con telas y trapos
anudados, Eva me dijo que se llama trapera; y la televisión se veía fatal. Creo que la
señal no le llegaba muy bien, además de ser una televisión roja, pequeña, de éstas culonas y además
tenía que cambiar de canal o subir el volumen con unos mandos giratorios que se
encontraban en un lateral del mismo aparato. Junto al salón, ya casi en la
terraza, estaba la cocina. Cocina blanca, impoluta. La recuerdo limpia,
luminosa y con grandes vistas a la terraza, donde no había ventanas, ni
cristales, tan solo un gran vano que dejaba al aire correr a sus anchas. Aire
que refrescaba la casa en verano y la calentaba en invierno, trayendo consigo
aromas frescos del barranco y del pinar. Los olores me transportaban al mirador
donde Unamuno daba clases de humanidad al mundo hostil que lo rodeó en su día y
pretende seguir enseñando, hoy en día, aquellas palabras que, aunque
contundentes, ya están olvidadas.
Eva quiso enseñarme el pinar que está a 15 minutos, se
llama Tamadaba. Así que después de almorzar, como dicen aquí a la comida, nos
fuimos en moto a ese espléndido lugar. Si me hubieran dicho que al lado de un
desierto existiera un bosque maravilloso con acequias y saltos de agua no lo
hubiera creído; empiezo a entender que en esta isla cualquier cosa puede ser
posible.
Al llegar a la zona, y bajarnos de la moto, empecé a
caminar sin rumbo. Eva me seguía callada, creo que quería dejarme experimentar
y sentir el contraste de emociones que en aquel momento estaba sintiendo. Los
árboles eran tan frondosos que la oscuridad era casi absoluta, el sol se podía
intuir entre las ramas, el aire fresco daba frío y la humedad te hidrataba la
piel. Sobresalían piedras blancas peladas del suelo y Eva no paraba de
seguirme. Llegué a otro barranco, pero esta vez era acantilado. La
majestuosidad del paisaje me hacía volar sobre el pueblo que abajo, en la
costa, se encontraba. Miraba el mar y al seguir la estela de un barco me
encontré con otra isla. En el horizonte se veía como una montaña hermosa, con
forma erótica, coronaba la vista. Cuando me quedo absorta mirando al mar es
cuando Eva se sienta a mi lado, me hace señas para que yo también me siente y
juntas, con nuestros silencios parecemos observar el mundo. Sólo se oía nuestra
respiración y el ruido del viento moviendo ramas y chocando con la pared de la
montaña.
Al pasar una serie de minutos donde no articulamos palabra
alguna, cruzamos miradas torpes que queríamos esquivar y nos hacía sentir infantiles; Eva se decide en
darme un paseo por allí. Nos metemos en una serie de senderos ocultos por la
flora y me enseña un alpendre, con fuentes y placas conmemorativas. Resulta que
aquello era de un inglés que falleció y sus hijos quisieron hacerle una placa
en su memoria, en sus tierras antes de cederlas a la administración pública.
Justo debajo del suelo donde estábamos pisando caía agua.
La isla está llena de manantiales y ríos subterráneos; eran de éstos de los que
sus aborígenes se abastecían antes de la llegada del “español” y europeo. Debe
de ser curioso porque en las islas no hay metal y sus aborígenes aún estaban en
la edad de piedra, tecnológicamente hablando. Cuando Eva me narraba la historia
de las islas, yo me imaginaba a personas, que estaban en la gloria, ver
aparecer cosas que flotan en el agua, de donde salía mucha gente con
mosquetones, lanzas con puntas de metal y espadas, mientras ellos sólo tenían
su precisión lanzando piedras y su conocimiento del territorio.
Aún absorta por lo majestuoso del lugar y de las vistas, no
me daba cuenta de que Eva tenía prisas por salir de allí pero tampoco insistió,
así que nunca llegué a pensar que se quería ir. No paré de caminar todo aquel
monte tan peculiar, a la vez de necesario por toda la zona seca y semidesértica
que encontré en barrancos y pueblos anteriores. No quería borrar esas imágenes
de mi cabeza, quería alimentar mi recuerdo con mucho más. Miraba a los árboles
y los abrazaba. Recuerdo de querer ver el atardecer desde uno de sus
acantilados y a Eva no le pareció buena idea:
-Mejor nos vamos. Se va hacer de noche pronto y no tenemos
nada para llegar a encontrar la moto y estoy un poco cansada. Tampoco
tenemos comida o agua.
-¿Tan pronto crees que va a anochecer? – Pensaba que me
estaba gastando una broma, la veía sonriente, con los brazos cruzados y parecía
tener frío. - ¡Que frioleros sois los canarios! Un poco de viento y ya os estáis
abrigando.
-Tú no sabes como es el frío de aquí. Por favor, te lo pido
en serio, vayámonos mientras haya luz. Que luego va a ser un horror encontrar
la moto y la salida.
-¡Exagerada! Déjame ver que bonito es todo esto. – La verdad
que yo ahí sentía que me estaba coartando. Por un lado sabía el riesgo al que me
enfrentaba y creo que en algún momento le dije algo así como: “Vete tú si tanto
miedo te da”, pero no me dejó sola. Presintió que estaba en peligro, por mi
desconocimiento del terreno, y además pasó frío por mi culpa.
En cuanto noté el frío y vi que no tenía nada contundente
con que taparme, decidí que era momento de irnos. Gracias a la linternita de
los móviles y a que Eva se medio-sabía el camino, llegamos donde estaba la moto.
Pensaba que salir de allí era coser y cantar pero no fue así. La moto estaba
muy fría (A parte de vieja y cascada) y nos costó arrancarla. Una vez
arrancada, gracias a los que acampaban, salimos de allí.
A Eva le gusta conducir rápido y cuando para la moto; le
gusta fumar y beber. Yo había dejado de fumar pero con todo lo que me acababa
de pasar y lo que me está pasando he vuelto a ahumarme los pulmones.
El que tiene fe en sí mismo no necesita que crean en él. - M. Unamuno. |
Precioso paseo por Tamadaba... La próxima vez llévate abrigo, mi niña! Me gusta.
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