En la luna de Tejeda (Cap. 8)

Emprendimos nuevamente la aventura; estuvimos las dos muy calladas pero sonrientes. No había malestar, sólo complicidad. Yo me sentí como si viviera en un cuento; lugar nuevo, sitio mágico, personas maravillosas, veo el mar ¿Qué más puedo pedir?

Al cabo de una hora, más o menos, llegamos a un pueblo pequeño, me acuerdo de él porque tiene una rotonda tan minúscula como bonita. Nos sentamos en la terraza de un bar. Nos pedimos 2 pepitos especiales (de esos que tienen huevo frito y panceta), dos colas, cafés y caramelos para el camino. Estuvimos esperando 15 minutos para que nos cobraran pero Guaci no quiso esperar más y se largó: "Ya le pagaré otro día, no nos vamos a quedar más tiempo aquí que nos enfriamos y luego no arrancamos". Yo no hubiera esperado más de 5 minutos, tengo una paciencia muy limitada y no me gusta que me hagan esperar, me pongo muy irascible. Marchando por la carretera (terciaria por lo menos) me fijé que habían unas montañas a la derecha:

- ¿Ves esas montañas tan bonitas? - Las señaló, yo asentí con un sonido onomatopéyico, algo así como "ujaaa", miraba hacia donde su dedo índice señalaba. - Pues vamos hacia ellas, las cruzaremos ¿Te sientes preparada?

- ¿Me estás diciendo que muy probablemente nos pegaremos unas 4 horas subiendo y bajando montañas? - Riendo ella repite mi sonido onomatopéyico y parece que se ríe de mí. Ve algo en mi cara que le parece gracioso, se acerca a mí, apoya su brazo sobre mis hombros y me da un beso sonoro en mi mejilla. 

- Ya puede ser una pedazo de playa, si no es así pondré a caer de un burro la isla en Booking y en todos los portales de turismo en internet.

-Creo que cualquier playa que veas después de bajar esas montañitas de nada te parecerán las mejores del mundo y además a quien tendrías que poner a caer de un burro es a la agencia de viaje. – Nunca podré olvidar las carcajadas que se echó en ese momento. Me hizo sentir mal pero a la vez me animó a darme cuenta que tanta mala suerte no he tenido, entonces empecé a reír yo también.

Llegamos a la parte más alta del camino y empezamos el ascenso a la montaña. Realmente no son montañas muy altas pero sí que tienen una gran pendiente. Yo no estoy acostumbrada a subir pendientes y se me notaba a la hora de respirar. Guaci iba como un tiro, algunas paradas hizo para esperarme y para que yo me recuperara. Nos intercambiamos mochilas porque la que yo llevaba tenía la tienda de campaña, las cosas de pesca y ropa de abrigo. Ella llevaba comida, farolillos, bengalas de rescate y un aparato amarillo que pronto descubrí que era un GPS de la edad de piedra porque era eso, una piedra.

Por mi culpa tardamos bastante en subir pero Guaci estuvo cuidándome en todo momento. No me faltó apoyo, agua y sombra. Me puso su camiseta a modo de turbante y me daba cuenta que en lo que ella iba cogiendo un color precioso de piel yo me estaba poniendo roja como un centollo. Una vez en el pico de la montaña Guaci me sentó,  me dijo que me secara el sudor y me puso crema en la cara y hombros:

-¿Cómo es posible que no te pusieras protector?

-Yo que sé, yo vengo a caminar, no sabía que tenía que tener cuidado con el sol. – Ella reía mientras me reñía, así no hay manera de tomarla en serio. ¿Me está regañando o qué? De todas formas me gusta. – No había caído en que el sol me estaba quemando, la verdad.

- ¿Tú no has mirado al horizonte verdad? – Me dice mirándome fijamente a los ojos, me pone crema en las mejillas y nariz; y se sienta a mi lado. - ¿A que ahora da igual que clase de playa te vas a encontrar?

Al mirar al frente veo el mar rompiendo contra las rocas justo debajo mío. Guaci me agarró porque por un momento perdí en equilibrio pero era espectacular, el mar era maravilloso, la tierra que en un principio vi marrón estaba verde, resplandeciente de vida. Había unas aves raras, allí hay fauna propia de ese lugar y al ver todo aquello, aquella visión de algo que me impactó mi cuerpo se llenó de energía.

Al avanzar por el sendero, tuve un serio problema con el vértigo y Guaci se puso delante de mí, me decía que mirara para su mochila pero me era imposible aunque pronto bajamos por una ladera hacia otra montaña, ya no era tanta pendiente, se veía algo de ladera y me tranquilicé. Guaci empezó a bromear con mi vértigo y miraba hacia atrás para meterse conmigo. Caminamos por la ladera hasta subir a la otra montaña y ahí estaba la playa. Esperándonos pacientemente a la orilla del mar, en la base de aquella pequeña pero imponente montaña. Playa de arena negra y aguas cristalinas, eso ya se podía ver desde arriba. Bajando por la ladera de la segunda montaña hacia un valle.
Me empiezo a dar cuenta de que Guaci no sonríe y hace gestos de dolor. Ella intenta controlar su respiración pero parece no ayudarle. En medio de rocas y cañas incremento mi velocidad para poder estar a su lado. Cuando llego a ella y veo que va como un autómata; tenía los ojos cerrados y los labios blancos. Me puse delante de ella y no quiso parar. Muy seria me dijo que tiene que llegar abajo y comer. No paraba de repetirme que quedaba poco. Al ver que no podía frenarla, le ayudé en su caminar, quitándole la mochila, cargando yo con las dos y con mi brazo entrelazado al suyo. Antes de llegar a la desembocadura del valle (Güigüi el grande) se sienta en una gran roca y me pide la mochila que menos pesa. Cuál es mi sorpresa cuando veo sacar un estuche, preparar una especie de lápiz e inyectarse insulina. Al ver aquello comprendí la situación en la que estaba y me quedé a su lado intentando que estuviera lo más cómoda posible. Costó más de media hora que sus labios volvieran a tener color carmesí y que sus ojos se volvieran a abrir. Cuando empezó a encontrarse mejor empezó a mover poco a poco las extremidades y a incorporarse lentamente. Cuando se puso de pie sonrió y me dijo algo así como: “Lo siento pequeña, no controlé la hora y se me había olvidado decírtelo”.

No dejé que cogiera ninguna de las mochilas y bajamos juntas a la playa. A aquella maravillosa playa que nos traería paz, sosiego y mucha intimidad.

El amor compadece, y compadece más cuanto más ama. M. de Unamuno

Comentarios