Emprendimos
nuevamente la aventura; estuvimos las dos muy calladas pero sonrientes. No
había malestar, sólo complicidad. Yo me sentí como si viviera en un cuento; lugar
nuevo, sitio mágico, personas maravillosas, veo el mar ¿Qué más puedo pedir?
Al
cabo de una hora, más o menos, llegamos a un pueblo pequeño, me acuerdo de él
porque tiene una rotonda tan minúscula como bonita. Nos
sentamos en la terraza de un bar. Nos pedimos 2 pepitos especiales (de esos que
tienen huevo frito y panceta), dos colas, cafés y caramelos para el camino.
Estuvimos esperando 15 minutos para que nos cobraran pero Guaci no quiso
esperar más y se largó: "Ya le pagaré otro día, no nos vamos a quedar más
tiempo aquí que nos enfriamos y luego no arrancamos". Yo no hubiera
esperado más de 5 minutos, tengo una paciencia muy limitada y no me gusta que
me hagan esperar, me pongo muy irascible. Marchando por la carretera (terciaria
por lo menos) me fijé que habían unas montañas a la derecha:
-
¿Ves esas montañas tan bonitas? - Las señaló, yo asentí con un sonido onomatopéyico,
algo así como "ujaaa", miraba hacia donde su dedo índice señalaba. -
Pues vamos hacia ellas, las cruzaremos ¿Te sientes preparada?
-
¿Me estás diciendo que muy probablemente nos pegaremos unas 4 horas subiendo y
bajando montañas? - Riendo ella repite mi sonido onomatopéyico y parece que se
ríe de mí. Ve algo en mi cara que le parece gracioso, se acerca a mí, apoya su
brazo sobre mis hombros y me da un beso sonoro en mi mejilla.
- Ya puede ser
una pedazo de playa, si no es así pondré a caer de un burro la isla en Booking
y en todos los portales de turismo en internet.
-Creo
que cualquier playa que veas después de bajar esas montañitas de nada te parecerán
las mejores del mundo y además a quien tendrías que poner a caer de un burro es
a la agencia de viaje. – Nunca podré olvidar las carcajadas que se echó en ese
momento. Me hizo sentir mal pero a la vez me animó a darme cuenta que tanta mala
suerte no he tenido, entonces empecé a reír yo también.
Llegamos a la parte
más alta del camino y empezamos el ascenso a la montaña. Realmente no son
montañas muy altas pero sí que tienen una gran pendiente. Yo no estoy
acostumbrada a subir pendientes y se me notaba a la hora de respirar. Guaci iba
como un tiro, algunas paradas hizo para esperarme y para que yo me recuperara.
Nos intercambiamos mochilas porque la que yo llevaba tenía la tienda de campaña,
las cosas de pesca y ropa de abrigo. Ella llevaba comida, farolillos, bengalas
de rescate y un aparato amarillo que pronto descubrí que era un GPS de la edad
de piedra porque era eso, una piedra.
Por mi culpa tardamos bastante en
subir pero Guaci estuvo cuidándome en todo momento. No me faltó apoyo, agua y
sombra. Me puso su camiseta a modo de turbante y me daba cuenta que en lo que ella
iba cogiendo un color precioso de piel yo me estaba poniendo roja como un
centollo. Una vez en el pico de la montaña Guaci me sentó, me dijo que me secara el sudor y me puso
crema en la cara y hombros:
-¿Cómo es posible que no te
pusieras protector?
-Yo que sé, yo vengo a caminar, no
sabía que tenía que tener cuidado con el sol. – Ella reía mientras me reñía,
así no hay manera de tomarla en serio. ¿Me está regañando o qué? De todas
formas me gusta. – No había caído en que el sol me estaba quemando, la verdad.
- ¿Tú no has mirado al horizonte
verdad? – Me dice mirándome fijamente a los ojos, me pone crema en las mejillas
y nariz; y se sienta a mi lado. - ¿A que ahora da igual que clase de playa te
vas a encontrar?
Al mirar al frente veo el mar
rompiendo contra las rocas justo debajo mío. Guaci me agarró porque por un
momento perdí en equilibrio pero era espectacular, el mar era maravilloso, la
tierra que en un principio vi marrón estaba verde, resplandeciente de vida.
Había unas aves raras, allí hay fauna propia de ese lugar y al ver todo
aquello, aquella visión de algo que me impactó mi cuerpo se llenó de energía.
Al avanzar por el sendero, tuve un
serio problema con el vértigo y Guaci se puso delante de mí, me decía que
mirara para su mochila pero me era imposible aunque pronto bajamos por una ladera
hacia otra montaña, ya no era tanta pendiente, se veía algo de ladera y me
tranquilicé. Guaci empezó a bromear con mi vértigo y miraba hacia atrás para
meterse conmigo. Caminamos por la ladera hasta subir a la otra montaña y ahí
estaba la playa. Esperándonos pacientemente a la orilla del mar, en la base de
aquella pequeña pero imponente montaña. Playa de arena negra y aguas
cristalinas, eso ya se podía ver desde arriba. Bajando por la ladera de la
segunda montaña hacia un valle.
Me empiezo a dar cuenta de que Guaci no sonríe
y hace gestos de dolor. Ella intenta controlar su respiración pero parece no ayudarle.
En medio de rocas y cañas incremento mi velocidad para poder estar a su lado.
Cuando llego a ella y veo que va como un autómata; tenía los
ojos cerrados y los labios blancos. Me puse delante de ella y no quiso parar.
Muy seria me dijo que tiene que llegar abajo y comer. No paraba de repetirme
que quedaba poco. Al ver que no podía frenarla, le ayudé en su caminar,
quitándole la mochila, cargando yo con las dos y con mi brazo entrelazado al
suyo. Antes de llegar a la desembocadura del valle (Güigüi el grande) se sienta
en una gran roca y me pide la mochila
que menos pesa. Cuál es mi sorpresa cuando veo sacar un estuche, preparar una
especie de lápiz e inyectarse insulina. Al ver aquello comprendí la situación
en la que estaba y me quedé a su lado intentando que estuviera lo más cómoda
posible. Costó más de media hora que sus labios volvieran a tener color carmesí
y que sus ojos se volvieran a abrir. Cuando empezó a encontrarse mejor empezó a
mover poco a poco las extremidades y a incorporarse lentamente. Cuando se puso
de pie sonrió y me dijo algo así como: “Lo siento pequeña, no controlé la hora
y se me había olvidado decírtelo”.
No dejé que cogiera ninguna de las
mochilas y bajamos juntas a la playa. A aquella maravillosa playa que nos
traería paz, sosiego y mucha intimidad.
El amor compadece, y compadece más cuanto más ama. M. de Unamuno |
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