En la luna de Tejeda (Cap. 11)

Todo fue precioso; la playa, nosotras, el agua cristalina y fría, el sol, el sentir que estás perdida en medio de ningún lado, todo fue genial pero al empezar a derretirnos de calor nos dimos cuenta de que el agua potable se nos empezaba a terminar y que el GPS era una piedra amarilla, además de que no podríamos volver caminando por la afección de Guaci. Teníamos que conseguir cobertura de móvil para llamar a alguien y que nos vengan a buscar en barco.

-Pero hemos comido bien, seguro que tu páncreas aguanta hasta que lleguemos a La Aldea – Me dispuse a ser la heroína que la llevara a salvo pero muy pronto me cortaron la heroicidad de mi pensamiento erróneo.

-¿Qué? Clara yo no tengo problemas en el páncreas. – Me miraba con el ceño fruncido.

- ¿Qué te pinchaste ayer entonces?

- Vitamina B12. Mi enfermedad está en mi médula, no en mi páncreas. ¡Enterá que eres una enterá! - Terminó riéndose y recogiendo todo lo que estaba por allí.

- ¿Entonces qué te pasa? – Le pregunte con preocupación, interés y mucha curiosidad.

- No creo que importe ahora mismo quiero salir de aquí. Vamos a recoger todo e ir a la casa de Jacob, a ver si desde allí podemos avisar a alguien y que nos manden un barco.

- ¿Y de camino a casa de Jacob no me puedes contar que es lo que te sucede? ¡Mira a ver si va a ser grave! – En mi ignorancia me preocupaba por  cosas que no son mías pero me pueden influir. Ella me ignoró e intentando sonreír se movía lento, muy lento.

Seguíamos caminando por el pedregal de la otra zona de la playa, las mochilas no pesaban tanto como antes pero nuestro estado físico había decaído bastante sobretodo el de Guaci; que haciendo un gran esfuerzo llegó a casa de Jacob casi sin aliento. Al entrar en el porche de su casa nos dimos cuenta de que no había nadie pero la casa estaba abierta a cualquier persona que lo necesitara. Al llegar a una sala nos quitamos las mochilas, yo me adelanté a Guaci y agarré su brazo, al darse la vuelta vi otra vez sus labios blancos, sus ojos hundidos y decidí que se tenía que sentar y descansar. Fui a un sitio que parecía una cocina, llené una cantimplora de agua y se la llevé.

-Bebe agua, refréscate y en cuanto te encuentres mejor me dices que es lo que te sucede y cómo te puedo ayudar. – Me mantuve firme, no me moví de su lado, le puse un taburete para que pudiera subir las piernas y en ningún momento se quejó.

-Tengo una enfermedad en la médula que se llama anemia aplásica perniciosa. Mi cuerpo a veces no crea los suficientes glóbulos rojos y esto hace que mi estómago e intestinos no absorban el complejo vitamínico B12.

No sé que cara tenía en ese momento pero no dejaba de mirarla. Me miraba con cara de cansada y estaba a punto de quedarse dormida. Empecé a hablarle para que eso no pasara, le pellizqué suave el cuello y la hizo reír, decía que le hacía cosquillas, le pregunté “¿Ya no te queda tu medicina ahí?” me contestaba pero no podía oírla, su voz se apagaba y yo me encendía. No podía ser que ocurriera algo. Busqué en las dos mochilas en todos los bolsillos y huecos pero no encontraba su estuche negro. Fui a la cocina a buscar leche, soja, algo que pudiera comer y le diera esa vitamina que le hace tanta falta en ese momento, encontré cereales y se los llevé. Cuando llegué me señaló a la puerta de la casa y no sé como le leí los labios “donde ayer”. Si hubiera sido un dibujo animado se me hubiera encendido la bombilla en ese momento. Salí corriendo de allí, al camino lleno de piedras en el cual se inyectó la medicina ayer. En un principio parecía fácil pero no me acordaba en donde se sentó para medicarse. Mi cabeza estaba enfocada en Guaci y su antídoto pero no lo encontraba por ningún lado y me empezó a invadir la idea de que quizás ella pudiera morir ese mismo día, en la casa del anacoreta Jacob. Mis pensamientos fueron ganándome poco a poco y ya subía aquella colina totalmente destruida, llorando y sin saber por qué estaba allí. Me senté en una roca a terminar de derrumbarme. El sol hacía tiempo que había pasado el meridiano y llevo más de media hora fuera de aquella casa. Hundida con mi cara entre mis manos, mis manos en mis rodillas y las lágrimas humedeciendo el suelo deshidratado de aquella tierra extraña y maravillosa que he conocido por casualidad. 
Pensando en Guaci levanto la cara y al mirar hacia el camino que habíamos andado descubro un bolso pequeño, negro. Poco a poco voy hacia él y allí estaba. La medicina, el antídoto. Al correr hacia él me torcí el tobillo y caí de bruces entre las rocas. Perdí el conocimiento.


Horas más tarde la sangre fría por mi cara me despierta, caía por mi ojo izquierdo y mi boca. Tenía tanta sed que imité a un lagarto que tenía justo delante de mi cara y saqué mi lengua para beber. Intenté levantarme lo más rápido que pude pero mi tobillo me dolía una barbaridad. Noté como lo tenía hinchado además sabía que el golpe contra las rocas fue tan fuerte que me abrí varias brechas en la cabeza. Saqué fuerzas de donde pude y llegué arrastrándome al bolso negro. Lo cogí, lo puse en mi sostén, me senté y con dos piedras lisas colocadas a los lados del tobillo pude engañarme lo suficiente para poder llegar a aquella casa cojeando, entrar en aquella sala y ver a Guaci caída en el suelo, me estremecí. Estaba blanca, fría y no le encontraba el pulso. Grité de rabia, metí la mano en mi pecho, saqué aquel bolsito, no sabía como tenía que inyectarle aquella medicina pero al ver aquella especie de lápiz di gracias al que inventó las instrucciones. Le di la vuelta a la punta hasta que se oyó un click, puse la punta en su vientre y apreté el botón que se encontraba en el otro extremo. En ese momento sentí como si le disparara. Me senté junto a ella y allí mismo, abrazada a ella me quedé.

La felicidad no es cosa fácilmente digerible; es, más bien, muy indigesta. - M. de Unamuno

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